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Movimiento obrero asturiano e Iglesia Católica (II)

Historia de la relación entre el movimiento obrero asturiano y la Iglesia Católica (II)

España entra en la modernidad

A finales del siglo XVIII, el número de trabajadores que se dedicaban en España a faenas agrícolas e industriales no pasaba de 2 millones y eran menos de 300.000 los obreros manufactureros. Aun así, España se perfilaba hacia la modernidad de manera irremediable:

“La guerra de la Independencia (1808-1814), y todavía más la prolongada reacción fernandina que la sucedió —con tan solo el movido interregno liberal de 1820 a 1823— incidieron negativamente en la economía española. El marasmo y el inmovilismo fueron sus rasgos característicos durante el primer tercio del siglo XIX. A las devastaciones de tierras y ganados, fatal consecuencia de la guerra, sucedió el mantenimiento a ultranza de las viejas estructuras político-sociales y el rudo golpe económico que significaba la emancipación de las colonias de América, con la sola excepción de las islas de Cuba y Puerto Rico. La pérdida de mercados americanos se produjo progresivamente entre los años 1810 y 1820. Por último, se perdían poco después los yacimientos mineros del Perú”. (Núñez de Arenas y Tuñón de Lara, 1979, p. 22)

En el trienio liberal de 1820-1823 se promulgaron nuevas leyes restableciendo la libertad de industria, la venta de la mitad de baldíos y realengos (la otra mitad se repartiría entre veteranos de la guerra de la Independencia y campesinos sin tierra), disponiendo la supresión de toda clase de mayorazgos, fideicomisos, patronatos y vinculaciones de bienes raíces, muebles, semovientes, censos, fueros, etc.

Una vez más, fueron abolidos los señoríos jurisdiccionales. Se votó, además, una ley que transfería al Estado los bienes de las órdenes monacales, colegios regulares y conventos de las órdenes militares.

La guerra de Independencia había constituido un fermento de transformación social que sería abolido con la Restauración. Fueron las burguesías litoraleñas y los intelectuales liberales los que imprimieron su carácter a las Cortes de Cádiz y a la legislación progresista que murió con la restauración monárquica. Era el principio de una revolución burguesa que no llegó a darse. España continuaba bajo el yugo de las viejas estructuras medievales.

“Con la sociedad liberal, y a diferencia de otros países de Europa, la alta nobleza española, incrementó su poder económico. Conservó la mayor parte de sus tierras convertidas en propiedad privada y adquirió nuevas propiedades procedentes de la desamortización. A mediados del siglo XIX, España era todavía un país agrario y la nobleza era la mayor poseedora de tierras; por ello, un porcentaje considerable de la renta agraria y, en consecuencia, de la riqueza nacional, acababa en sus manos.” (Miguel González, 2009)

La intervención francesa de los llamados Cien mil hijos de San Luis y la consecuente restauración monárquica volvió atrás con todas estas medidas.
“La acción del Estado a lo largo de más de treinta años no hizo sino frenar el desarrollo de las fuerzas de producción. No obstante, pasados los años difíciles que siguieron a la guerra, la agricultura se repuso e incluso se cultivaron nuevas tierras, con lo que fue particularmente impresionante el aumento de la producción triguera.” (Núñez de Arenas y Tuñón de Lara, 1979, p. 23)

Pese a este repunte agrícola, la falta de un mercado interno, el poder político de la nobleza terrateniente y la pérdida de las colonias no favorecieron el desarrollo industrial español. La industria textil catalana, no obstante, era la excepción: siguió creciendo pese al contexto adverso. Una serie de aranceles proteccionistas dieron impulso hacia 1825 a la burguesía de Cataluña y, en especial, a la Comisión de Fábricas.

“A este esbozo de resurgimiento no era ajeno el entonces ministro de Hacienda, Luis López Ballesteros, uno de los escasísimos políticos de aquella época y de aquel régimen que no concebía la política económica con un criterio feudal, sino capitalista. Esa política coincidió con el interés de Fernando VII en aquellos años por atraerse a la burguesía catalana en la lucha contra los apostólicos ultrarreaccionarios.” (Núñez de Arenas y Tuñón de Lara, 1979, p. 23)

A los artesanos se les sumaron, hacia el siglo XIX, nuevos grupos urbanos de bajos recursos, producto de la modernización de España. Pese a la desaparición de los gremios, el trabajo artesanal y tradicional se mantuvo ya que la industrialización era minoritaria y sectorizada.

“El crecimiento urbano y la nueva estructura del Estado liberal concentraron en las ciudades una serie de trabajadores de servicios relacionados con la infraestructura urbana (empleados de limpieza, de alumbrado), pequeños funcionarios, y trabajadores en el límite entre las clases medias y las clases populares. Entre las clases más humildes predominaban las mujeres empleadas en el trabajo doméstico, seguidas de los mozos de comercio y de los pequeños vendedores autónomos. Un sector de mujeres trabajaban de lavanderas, planchadoras, costureras o amas de cría.” (Miguel González, 2009)

En cuanto al campesinado, las condiciones no hicieron más que empeorar. La reforma agraria liberal terminó acentuando la concentración de la propiedad de la tierra.

La moderada industrialización española no favoreció un éxodo rural como en otras partes de Europa, lo que generó que en España se mantenga una elevada proporción de población rural. El campesinado no tuvo acceso a la propiedad de la tierra por lo cual proliferaron los contratos de explotación a corto plazo y el latifundio.

“En 1860 existían 2,6 millones de jornaleros y, a finales del siglo la situación del campesinado pobre no había mejorado. En su conjunto, el número de jornaleros, arrendatarios y pequeños propietarios había crecido considerablemente, pasando de los 3,6 millones a los 5,4, en parte como consecuencia del crecimiento global de la población, pero también a causa de su aumento en el total de la población agraria.” (Miguel González, 2009)

De todos modos, la situación del campesinado español no era homogénea, pues variaba de región en región. En Cataluña y Valencia, por otro lado, muchos arrendatarios accedieron a la propiedad, estructurándose entonces una sub-clase de pequeños y medianos propietarios rurales; muy distinto de lo que ocurrió en Castilla-La Mancha, Andalucía y Extremadura, donde los Señores conservaron sus tierras y se les reconoció, incluso, la propiedad plena de sus antiguos señoríos, dejando grandes masas de campesinos sin tierra, que habrían de jugar un rol importante hacia fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX en las luchas obreras y campesinas.

“A pesar de la desparición de la servidumbre jurídica del Antiguo Régimen, los campesinos en su conjunto siguieron sujetos a relaciones de tipo clientelar. El poder y la influencia del propietario, del notable y del cacique eran enormes y a ellos había que someterse a cambio de una mínima protección, en forma de trabajo asalariado, de arriendo de tierras o de gestiones administrativas.” (Miguel González, 2009)

Las primeras manifestaciones de protesta obrera en España fueron de tipo ludita. El ludismo, surgido entre los artesanos ingleses durante la primera mitad del siglo XIX, era un movimiento de protesta contra las nuevas máquinas (telares industriales, máquina de hilar industrial) que dejaban sin empleo a los artesanos y requerían trabajadores menos cualificados y que cobraban salarios más bajos. Se trataba de ataques espontáneos y mal organizados de artesanos y obreros fabriles.

En España, el primer acto de carácter ludita se registró en Alcoy en 1821 y dos años después, en Barcelona, según la prensa de la época, “grupos de sediciosos saquearon los almacenes de los hacendados y de los comerciantes” (Laso Prieto, 2006, p. 6). La tensión social en Barcelona crecía. En 1827 y 1831 se produjeron fuertes enfrentamientos entre obreros y capitalistas, con motivo de los salarios del tiraje de piezas textiles.

El sindicalismo nacería oficialmente en España tras la firma del acuerdo del 2 de julio de 1834 entre los industriales y los jóvenes obreros de Barcelona, fijando en 33 cañas de longitud la pieza textil, pero las tensiones continuaron.

El 6 de agosto de 1835 las fábricas de telas Bonaplanta y El vapor fueron incendiadas. Al día siguiente fue ejecutado el obrero Pardiñas, acusado de ser el autor del incendio, y el 11 de agosto fueron ajusticiados otros tres trabajadores. Los obreros buscaron, entonces, una manera jurídica para organizarse y defenderse:

“A partir de 1838 los obreros comenzaron a asociarse y acudieron al Capitán General de Cataluña, barón de Meer, representante de la Comisión de Fábricas, pidiéndole autorización para asociarse. Los patronos estaban asociados desde 1833 en dicha Comisión de Fábrica, empero los obreros no obtuvieron la autorización solicitada.” (Laso Prieto, 2006, p. 6).

A mediados del siglo XIX comienzan a organizarse las asociaciones de trabajadores de acuerdo al oficio y a la localidad, con fines de ayuda mutua y defensa del derecho de asociación y lucha por mejoras salariales.

Estas organizaciones obreras, influidas fuertemente por las ideas anarquistas, se lanzaron a la promoción de escuelas, bibliotecas, ateneos y centros culturales para la clase trabajadora. En 1840 se crea en Barcelona la primera organización obrera del Estado: la Asociación de Protección Mutua de Tejedores de Algodón.

Retomando la perspectiva de género, es por esta época cuando comienzan los debates feministas en el seno del socialismo. Flora Tristán, hija de un criollo peruano y una francesa, se encuentra entre las pioneras del feminismo socialista. En 1843 exhortaba de esta manera a los obreros revolucionarios:

“A vosotros, obreros que sois las víctimas de la desigualdad de hecho y de la injusticia, a vosotros os toca establecer al fin sobre la tierra el reino de la justicia y de la igualdad absoluta entre la mujer y el hombre. Dad un gran ejemplo al mundo (...) y mientras reclamáis la justicia para vosotros, demostrad que sois justos, equitativos; proclamad, vosotros, los hombres fuertes, los hombres de brazos desnudos, que reconocéis a la mujer como a vuestra igual, y que, a este título, le reconocéis un derecho igual a los beneficios de la unión universal de los obreros y obreras”. (Ocaña Aybar, s/f)

No obstante, no todos los ideólogos del movimiento obrero estaban de acuerdo con Flora Tristán. Según Pierre-Joseph Proudhon, la igualdad entre el varón y la mujer significaría “el fin de la institución del matrimonio, la muerte del amor y la ruina de la raza humana.” De hecho, llegó a postular que “no hay otra alternativa para las mujeres que la de ser amas de casa o prostitutas.” (Ocaña Aybar, s/f)

De todos modos, sería recién en 1879, con la publicación de La Mujer y el Socialismo, del socialista alemán August Bebel, cuando aparecería por primera vez un material dedicado exclusivamente a la cuestión de género dentro de la bibliografía socialista:

“La mujer de la nueva sociedad será plenamente independiente en lo social y lo económico, no estará sometida lo más mínimo a ninguna dominación ni explotación, se enfrentará al hombre como persona libre, igual y dueña de su destino”. (Ocaña Aybar, s/f)

Pese a estas ideas de avanzada, España estaba lejos de alcanzar la igualdad de géneros. De hecho, estaba lejos de alcanzar la igualdad de clases. La nobleza española resistió, en un principio, al liberalismo pero terminó por aceptarlo. De todos modos, hacia 1860, “ningún patrimonio burgués se acercaba en sus dimensiones al de cualquier miembro de la alta nobleza.” (Miguel González, 2006)

Hacia 1840 recrudece la represión oficial sobre la organización del movimiento obrero español y las asociaciones de trabajadores pasan a actuar de manera clandestina. Ante la disolución de la Sociedad de Tejedores de Algodón, en 1841, los obreros publicaron un Manifiesto que da cuenta del espíritu de resistencia de la clase trabajadora española:

“Tejedores y demás jornaleros asociados, no os dejéis sorprender. Nuestra Asociación no necesita de la aprobación ni de la reprobación de nadie; con los derechos que nos concede la naturaleza y la ley, tenemos bastante, y los que digan lo contrario son los perturbadores. Por consiguiente, nuestra asociación es un acto voluntario y recíproco que no está sujeto a disolución. Mucha firmeza y mucho silencio es lo que debemos guardar y vengan decretos.” (Laso Prieto, 2006, p. 6)

La pequeña nobleza, representada por los hidalgos y muy abundante en la zona cantábrica y el norte de la Meseta, perdieron su principal privilegio: el derecho a la exacción de impuestos, “pasando a ejercer actividades muy diversas diluyéndose entre el grupo de mediano propietarios agrarios. Muchos de ellos militaron en el antiliberalismo y nutrieron las filas de la rebelión carlista.” (Miguel González, 2006)

Durante el reinado de Isabel II la nobleza disfrutaba de gran influencia política en la corte, donde hacía valer su poderío económico. Eran los nobles los que conseguían cargos públicos, contratos y negocios directamente en las “camarillas” isabelinas; pero con la irrupción lenta pero inexorable del liberalismo, los españoles de sangre azul se vieron forzados a aceptar cierto reparto de influencias con grupos burgueses manteniendo, de todos modos, su preeminencia social.

De hecho, los nuevos ricos, los burgueses, especuladores y mercaderes, intentaron ennoblecerse emparentándose con nobles (aun cuando estos habían caído en desgracia o estaban financieramente arruinados) o bien a través de la compra de títulos mediante cuantiosas sumas de dinero.

La concesión de títulos nobiliarios era un método frecuente de la monarquía española que favorecía el ascenso en la escala social a quienes hayan hecho méritos para la Corona. Pero el declive de la nobleza estaba cantado:

“En el último cuarto del siglo XIX, la nobleza empezó a perder parte de su poder económico y de su influencia política. Sus patrimonios agrarios se depreciaron mientras ascendía el poder económico de la burguesía. Por ello, en la época de la Restauración, una parte de la nobleza emprendió negocios o se emparentó con burgueses adinerados que poseían fortunas muy superiores a las nobiliarias.” (Miguel González, 2006)

Algunas décadas atrás, la invasión napoleónica a la península ibérica y la consecuente Guerra de la Independencia española, que levantó a los pueblos contra las fuerzas de ocupación y sus aliados afrancesados, tuvo graves consecuencias para la industria española.

Se estima que Francia perdió unos 200.000 hombres y España entre 300.000 y 500.000. Numerosos pueblos y ciudades fueron bombardeados y saqueados por los franceses pero también por los ingleses, circunstanciales aliados de España contra Napoleón.

Los británicos aprovecharon su visita a España para, además de expulsar a Napoleón, acabar con la competencia española. Los ingleses bombardearon la industria textil de Béjar, por ejemplo, que competía con la industria textil inglesa, y destruyeron la Real Fábrica de Porcelana del Buen Retiro, en Madrid, cuando los franceses ya habían evacuado la ciudad.

La devastación del territorio diezmó la producción agraria y hacia 1812 el hambre atravesaba España de punta a punta. Las tropas habían saqueado los rebaños de ovejas merinas, llevando a la industria textil lanera de Castilla al borde de la extinción.

También se paralizó el transporte de mercancías, ya que los bueyes, mulas, caballos y demás animales de tiro fueron incautados por los militares. Por si fuera poco, la deuda estatal provocada por la guerra superaba hacia 1815 los 12.000 millones de reales, una cifra 20 veces superior a los ingresos anuales ordinarios.

La agricultura también fue desatendida por la guerra, lo que provocó escasez de alimentos. Si a esto le sumamos la caída de la ganadería, la merma poblacional, la industria bombardeada y la Corona endeudada, encontramos una España que, hacia fines de 1812, no podía hacer frente a los reclamos y reivindicaciones que llegaban desde las colonias americanas, ya que ni siquiera podía atender las necesidades de la población peninsular.

Las élites ilustradas reunidas en las Cortes de Cádiz entendieron que los gremios eran un obstáculo para la reconstrucción de la industria española y mediante el decreto del 8 de junio de 1813, declararon libre la industria y su ejercicio sin necesidad de examen, título o incorporación a los gremios respectivos.

“Las mismas Cortes habían votado en agosto de 1811 la abolición de los señoríos, o sea 6.620 señoríos reales y 13.808 señoríos seculares, eclesiásticos y de órdenes militares. Otro decreto del 4 de enero de 1813 había reducido a propiedad particular los baldíos y otros terrenos comunes e instauraba el llamado premio patriótico, lotes de tierras que debían distribuirse entre combatientes —soldados y oficiales retirados y guerrilleros— y a aquéllos que no poseyendo tierras, lo solicitasen.” (Núñez de Arenas y Tuñón de Lara, 1979, p. 22)

Luego de varias idas y vueltas legislativas, finalmente, las Cortes autorizarían las Sociedades de Socorros Mutuos en 1839 y promulgarían la ley de Asociación en 1887.

Los gremios habían sido condenados a muerte para dar paso a otra clase de asociacionismo: las sociedades obreras, montepíos y cooperativas, primero, y sindicatos, luego.

Anarquistas, sindicalistas y socialistas comenzarían a tomar cada vez mayor protagonismo en estas nuevas asociaciones de trabajadores que habrían de jugar un rol clave en los años venideros.

“En el trienio liberal de 1820-1823 se promulgaron nuevas leyes restableciendo la libertad de industria, la venta de la mitad de baldíos y realengos, —la otra mitad se repartiría entre veteranos de la guerra de la Independencia y campesinos sin tierra—, disponiendo la supresión de toda clase de mayorazgos, fideicomisos, patronatos y vinculaciones de bienes raíces, muebles, semovientes, censos, fueros, etc.” (Núñez de Arenas y Tuñón de Lara, 1979, p. 23)

De nuevo fueron abolidos los señoríos jurisdiccionales; también se votó una ley transfiriendo a la nación los bienes de las órdenes monacales, colegios regulares y conventos de las órdenes militares.

Todos estos avances quedarían truncos, de todos modos, con la restauración absolutista pero las libertades políticas experimentadas durante el sexenio liberal sentaron las bases para la organización del movimiento obrero.

La pérdida de las colonias, el poderío de la nobleza y la ausencia de un mercado interno eran factores que impedían un desarrollo industrial español. De todos modos, se calcula que hacia 1860 existían en España unos 150.000 obreros industriales, de los cuales más de la mitad se encontraban en Cataluña. (Ocaña, 2005).

Desde la década de 1830 el proletariado europeo venía organizándose en asociaciones obreras, especialmente en Inglaterra, Alemania, Francia y Bélgica, pero también en Cataluña.
En Inglaterra, los obreros recurrieron al cartismo: un movimiento de presión política al parlamento para la aprobación de cartas de reivindicación de ciertos derechos laborales, pero fue en el año 1848 cuando pareció que, finalmente, la revolución del proletariado había llegado.

Ese año, Europa estalla en revoluciones, protestas y actos de resistencia obrera que encuentran, en España, la contradicción entre el régimen antiguo y medieval que se enfrenta al nuevo modelo de sociedad moderna:

“La élite social, debido al peso que tenían los terratenientes agrarios, estaba más cercana al prototipo de aristócrata rentista caracterizado por el desprecio al trabajo y su ideal de vivir de la renta. Sólo en determinadas zonas industriales o en pequeños grupos de comerciantes y empresarios, se convirtieron en predominantes los valores del trabajo, del esfuerzo personal y la austeridad.” (Miguel González, 2009)

Pese a los pequeños núcleos liberales que bregaban por una sociedad laica, la Iglesia dictaba el ritmo de la vida en España, marcado por las fiestas religiosas, las procesiones, las bodas y los bautismos.

La tradicional convivencia de la nobleza y el clero colocaba a ambos en el otro extremo del tejido social, frente a los trabajadores que habitaban la miseria. La opulencia de la Iglesia la alejó cada vez más de la base social española y a medida que la movilización social impregna en España se ampliaba la brecha entre el pueblo y los autoproclamados representantes de Dios. El anticlericalismo latente en la sociedad española se acentuó.

A la ostentación obscena de la aristocracia y la Iglesia Católica de España (que se manifestaba a través de sus palacios imponentes, sus vestidos importados, sus fiestas fastuosas y sus banquetes descomunales) habría de sumarse la burguesía incipiente, que lucía su nuevo poderío económico y su ascenso social a través de la emulación de los tradicionales dueños de España.

Hay, no obstante, aquí un cambio significativo. La opulencia tradicional de la aristocracia española se daba intramuros, en los palacios y jardines privados, pero el proceso de urbanización e industrialización provocó la convivencia en las ciudades tanto de los ricos como de los pobres. La burguesía, urbana, hacía alarde de su riqueza a la vista del proletariado, que no tenía ni tiempo ni dinero para disfrutar del ocio, la diversión y los placeres a los que se entregaban sus patrones.

Aparecieron los bailes en los jardines de recreo, proliferaron las cafeterías y los restaurantes y se colmaban las óperas y los teatros, como el Teatro de la Zarzuela y el Teatro Real de Madrid o el Liceo de Barcelona, donde explotaría una bomba anarquista, como veremos más adelante.

Es en esta época cuando surgen, además, los casinos y los círculos de propietarios, que funcionaban a manera de clubes o sociedades privadas donde se daban cita los nobles locales, los empresarios y los propietarios agrícolas, en fastuosas tertulias.

Ahora bien, las clases populares también buscaron sus lugares de recreo y encuentro y lo encontraron en los cabarets, cafés, bailes, verbenas y corridas de toros.

“Entre los trabajadores, la taberna era el centro de reunión. Pero la influencia de las ideas socialistas y anarquista y el aumento de la alfabetización de los obreros comportaron la fundación de ateneos, círculos obreros o casas del pueblo, que a imitación de los centros frecuentados por la élite, eran el lugar de formación, discusión y entretenimiento de las clases populares.” (Miguel González, 2009)

Es en estos espacios donde los trabajadores españoles tomaron contacto con las ideas y acciones de los obreros del resto de Europa y adquirieron, por primera vez, conciencia de clase; conciencia que se volverá euforia a partir de las revoluciones que sacudieron el continente en 1848.


Un fantasma recorre España

Entre 1844 y 1854 la actividad asociacionista obrera se dio en la clandestinidad y las acciones de lucha obrera se extendieron por toda la Cataluña textil, pese a la represión y a los decretos prohibitivos del Estado. En 1854, en Barcelona, apareció la primera Confederación de Sociedades Obreras de España. Su nombre: Unión de Clases.

“La transformación del equipo industrial de la producción textil fue un hecho decisivo. En 1846 se importaron máquinas de hilatura por valor de 15 millones y medio de reales. Había ya entonces casi 4.000 telares mecánicos; la fuerza de vapor empleada en la industria textil catalana pasó en seis años de 201 a más de 2.000 caballos de vapor.” (Núñez de Arenas y Tuñón de Lara, 1979, p. 31)

Hacia 1841 había en Cataluña unos 97.346 obreros que ocupaban unas 11.032 máquinas de hilatura, 1.206.378 husos y 3.221 telares de tejidos. La industria artesanal estaba en franca desaparición. El puerto de Barcelona (donde desembarcaba la materia prima) y la proximidad de los recursos hídricos hicieron de Cataluña una zona ideal para el desarrollo de la industria textil. La industria catalana terminó por acabar con las industrias textiles del País Vasco, Málaga, Alicante, Castellón, Baleares y Valladolid.

En el campo, las revueltas, saqueos y ocupaciones de tierras eran constantes. El aumento de la población agraria asalariada no se condijo con un crecimiento de la oferta de trabajo y recursos lo que provocó, especialmente en Andalucía, un escenario de permanente tensión social.

“En la década de 1840 se sucedieron las manifestaciones y ocupaciones de tierras donde el jornalerismo era mayoritario y los años de malas cosechas provocaban situaciones de hambre crónica y sumían en la miseria a miles de campesinos. La situación provocó quemas de cosechas y matanzas de ganado en un movimiento que podría asemejarse al ludista.” (Miguel González, 2009)

En el norte comenzó a desarrollarse una industria siderúrgica incipiente pero las condiciones laborales en toda España continuaban siendo paupérrimas y el conflicto no tardaría en estallar.

El espíritu de lucha se extendía por Europa. En 1848, año en que Marx y Engels publican el Manifiesto Comunista llamando a la unión y a la lucha de los proletarios del mundo, los sectores pequeño-burgueses, obreros y estudiantes de Francia protagonizan en febrero una insurrección popular que, ante la crisis de la agricultura y la represión oficial, forzó la abdicación de Luis Felipe y proclamó la Segunda República.

El nuevo gobierno revolucionario proclamó el sufragio universal masculino, la libertad de prensa, la libertad de asociación y el derecho al trabajo. Pero la radicalización enfrentó a los pequeños burgueses, que pasaron a aliarse con la alta burguesía, y a los obreros, transformando la revolución en una lucha de clases sangrienta que dejaría más de 1.500 obreros ejecutados. El proceso acabaría con la coronación de Napoleón III y la proclamación del Segundo Imperio Francés.

Pero los estallidos sociales se extendieron por toda Europa provocando cambios políticos importantes. El fantasma que recorre el continente es el pueblo organizado en armas.

En el Imperio Austríaco, el emperador Fernando I fue forzado a aceptar la formación de una Asamblea Constituyente y en Alemania, Federico Guillermo IV de Prusia se vio obligado a aceptar una Constitución. En Italia se inició un proceso de revueltas nacionalistas y guerras de liberación que sentaron las bases para la futura unificación nacional.

Pese al fracaso de las revoluciones de 1848, estos hechos marcarían a fuego los tiempos por venir. La pequeña burguesía ya nunca volvería a aliarse con el proletariado que, a su vez, ya había adquirido conciencia de clase y, pese a la desorganización, actuaba en pos de los intereses obreros.

Durante la década del '40 se levantan altos hornos en Vizcaya y comienzan a crecer las explotaciones siderúrgicas en Asturias (Sama y Villayana).  En esta época comienzan a desarrollarse las líneas férreas  y los bancos en España y se introducen, además, los hornos de pudelado y pequeños trenes de laminación. De todos modos, esta industria era de carácter local, sin conexión con el mercado internacional. Aun así:

“En 1848 había en España 10 altos hornos, 366 herrerías comunes y 98 hornos de calcinación. La producción fue de 23.413 toneladas de hierro maleable y 16.946 de hierro colado, cantidades irrisorias para el nivel de producción europeo. En 1850, la producción de mineral de hierro alcanzó a 69.123 toneladas.” (Núñez de Arenas y Tuñón de Lara, 1979, p. 33)

La industria en España se expandía y también lo hacía la organización obrera. La lucha pasó a ser una herramienta no sólo posible sino necesaria y eficaz para los trabajadores. Ya nada sería igual. Tras los procesos revolucionarios del ’48, comenzaría la conformación de los modernos Estados-Nación industrializados como Italia, Alemania y Francia.

La desamortización de los bienes comunales en los municipios en 1855 no hizo más que acentuar las tensiones sociales en el campo al transferir las tierras de aprovechamiento colectivo a manos privadas. Las consecuencias eran esperables: nuevos levantamientos campesinos y feroz represión por parte del ejército y la Guardia Civil.

Los movimientos campesinos más enérgicos se dieron en Andalucía, algunas zonas de Castilla y en las montañas de Aragón, pero también podemos citar dentro de este período las revueltas de Utrera y El Arahal (Sevilla). En 1861, un levantamiento en Loja (Granada) alcanzó un gran nivel de participación de la población, extendiéndose a las provincias de Jaén y Málaga. La respuesta de las fuerzas del orden fue implacable.

“A raíz de estas luchas sociales, en las décadas de 1860 y 1870, el bandolerismo se extendió por Andalucía como respuesta induvidual y violenta a las grandes desigualdades sociales. Fue la época de los bandidos que tenían su refugio en Sierra Morena, y que reunidos en cuadrillas asaltaban caminos, cortijos y pequeños pueblos.” (Miguel González, 2009)

El éxodo rural comenzaba tardíamente en España. Será a partir de 1860 que el campesinado español se vuelca hacia las ciudades, empujado por el hambre y la miseria. A fines del siglo XIX, la tasa de analfabetismo en España alcanzaba al 68% de la población. En otras latitudes, sin embargo, se estaban gestando hechos que habrían de modificar la escena:

En 1864 se da en Londres un evento que tendrá un gran impacto en los movimientos obreros españoles: la fundación de la Primera Internacional de los Trabajadores. Este congreso agrupó a sindicalistas ingleses, anarquistas y socialistas franceses e italianos republicanos. El objetivo: la organización política del proletariado de Europa y del mundo.

Se trató de un foro para plantear problemáticas y soluciones comunes que permitieran a los trabajadores de distintos países entablar una lucha conjunta contra el Capital.
Contó con la participación de Marx, Engels y Bakunin y desde el comienzo se perfilaron las divisiones entre socialistas científicos, socialistas utópicos y anarquistas.
La noticia de la formación de la Primera Internacional Obrera se difundió en el semanario catalán El Obrero. Los obreros españoles se entusiasmaron con el congreso internacional convocado por Karl Marx y no tardaron en articular su lucha con la de los proletarios del resto de Europa.

“El primer contacto directo de los grupos y asociaciones obreras españolas fue el mensaje enviado al II Congreso de la AIT celebrado en Lausana (Suiza) en 1867. Al III Congreso, el de Bruselas, de 1868, asistió el español Antonio Marsal Anglora. Por su parte, el Consejo General de la AIT, sito en Londres, se ocupó de España en diversas ocasiones pero siempre sin eficacia y a través de la correspondencia.” (Laso Prieto, 2006, p. 6)

España, como vemos, no corría al mismo ritmo que sus vecinas potencias europeas. Mientras el movimiento obrero se organizaba, las Cortes liberales dictaban la Ley de Desamortización (1855) que, en su preámbulo, anunciaba que “la ley propuesta es una revolución fundamental en la manera de ser de la nación española; es el golpe mortal contra el abominable viejo régimen.” (Laso Prieto, 2006, p. 6)

Tan sólo en Castilla-La Mancha, la ley de desamortización significó la venta de cerca de un millón cuatrocientas mil hectáreas, el 14% de la superficie regional. Este proceso no hizo más que acentuar la desigualdad en España:

“La continuidad, casi invariable, de la estructura de la propiedad, no facilitó la transformación de los factores productivos.” (Del Valle Calzado, 2001, p. 494)

De este modo, fueron puestas en venta “toda clase de propiedades rústicas y urbanas, censos y foros pertenecientes al Estado, al clero, a las órdenes militares de Santiago, Alcántara, Calatrava, Montesa y San Juan de Jerusalén, a cofradías, obras pías y santuarios, a los bienes procedentes del secuestro de los del infante Don Carlos, a los propios y comunes de los pueblos, a la beneficencia, a la instrucción pública y cualesquiera otros bienes pertenecientes a manos muertas.” (Laso Prieto, 2006, p. 6)

La liquidación de los bienes comunales de los pueblos significó un duro golpe a los campesinos pobres que quedaron, así, privados de terrenos para pastos, caza, leña y carboneo. Se produjeron protestas en más de 700 pueblos frente a los abusos y fraudes cometidos con los bienes comunales por parte de la Comisión Técnica Agraria.

Los movimientos obreros campesinos, que tuvieron un especial desarrollo en Andalucía, suponen para el historiador Díaz del Moral, una suerte de socialismo indígena que se traducía en “una vaga tendencia de pobres contra ricos. Socialismo vino a significar, para unos y para otros, el reparto de la propiedad de los primeros entre los segundos. Ser socialista valía tanto como aspirar al reparto. En ese sentido, se puede hablar de movimiento obrero campesino en esa época, pues aunque revueltas y sublevaciones campesinas ha habido muchas a lo largo de la historia, sin embargo, a principios del siglo XIX tenían ya un cierto sentido socialista.” (Laso Prieto, 2006, p. 6)


La organización del movimiento obrero español

El mismo año en que se dictó la Ley de Desamortización (1855) se produjo la primera Huelga General de España, tras la disolución de las asociaciones obreras ilegales y la puesta bajo control militar de todas las asociaciones de socorros mutuos permitidas.

El Capitán General, general Zapatero, dictó la ley marcial “a todo aquel que directa o indirectamente se propasase a coartar la voluntad del otro para que abra sus fábricas o concurra trabajar en ellas, si no accede a las exigencias que colectivamente se pretenda imponer.” (Laso Prieto, 2006, p. 6)

La huelga general duró del 2 al 11 de julio bajo el lema “Asociación o Muerte” y fue masivamente seguida. La represión fue brutal.

El desarrollo industrial, a excepción de Cataluña y Vizcaya, seguía avanzando a paso lento pero en la década del ’50 eran las inversiones extranjeras las que propician el desarrollo del capitalismo español. Se amplían y modernizan los medios de comunicación y transporte y la población urbana vuelve a experimentar un notable crecimiento, conformándose así un precario mercado interno.

“Fue el primer período notable de progresión capitalista que, sin embargo, chocaba ya con la estructura agraria y semiseñorial del país, con el régimen político dominado por la nobleza terrateniente, con el lastre inmenso del campesino minifundista, del taller artesano, del pequeño comerciante. Las contradicciones de la España moderna comenzaban a manifestarse e iban a salir a la superficie en el período de crisis revolucionaria de 1868-1873, que se saldó con el fracaso de lo que hubiera podido ser una revolución burguesa.” (Núñez de Arenas y Tuñón de Lara, 1979, p. 36)

La reacción contrarrevolucionaria se agudizaría durante los gobiernos de O’Donnel, Narváez y González Bravo (1856-1868). La represión estaba a la orden del día pero las asociaciones obreras, en la clandestinidad, seguían organizándose y promoviendo acciones de resistencia.
La cara de España estaba cambiando. A las sucesivas crisis económicas del agro, la ganadería y la industria textil se le ha de sumar el constante aumento demográfico en los grandes núcleos urbanos españoles, donde las industrias reclamaban mano de obra:

“Madrid había más que duplicado su población desde 1800 a 1861, en que ya tenía 375.795 habitantes (aquí intervenía en el crecimiento el fenómeno de centralización administrativa y de ampliación de funciones del Estado, el desarrollo de la rama de servicios, etc.). La progresión fue del mismo orden en Barcelona —primera aglomeración industrial del país—, que contaba 252.000 habitantes en 1861. Destacaban también las numerosas concentraciones urbanas por encima de las 100.000 almas: Sevilla (152), Valencia (145), Málaga, Murcia y Granada.” (Núñez de Arenas y Tuñón de Lara, 1979, p. 31)

Fue por entonces cuando Bakunin y su Alianza de la Democracia Socialista comenzarían la propagación de la Primera Internacional Obrera en España:

“Con motivo de la Revolución Española de 1868 (La Gloriosa), Bakunin envió a [Giuseppe] Fanelli a España, porque creyó en la posibilidad de dar a la Revolución española un giro conforme a sus planes de revolución universal. Fanelli fue también portador de un mensaje del Comité ginebrino de la AIT a los trabajadores españoles, en la que se desarrollaban los principios bakuninistas de la Alianza y se les exhortaba a ingresar en la AIT.” (Laso Prieto, 2006, p. 6)

Fanelli se entrevistó con los obreros de Fomento de las Artes, en Madrid, de donde surgiría el primer grupo obrero español que adhería a la Primera Internacional constituyendo la Federación Obrera Regional Española.

Fanelli difundió en España las ideas de la Democracia Socialista de Bakunin en nombre de la Alianza Internacional de Trabajadores, imprimiendo con un marcado tinte anarquista a la organización de los obreros españoles. De hecho, los primeros afiliados españoles a la AIT creyeron que la supresión del Estado, la colectivización y el apoliticismo eran principios inherentes a la Primera Internacional, favoreciendo el arraigo del ideario anarquista entre los obreros catalanes y los campesinos andaluces.

A partir de entonces, las asociaciones obreras se entendieron por toda España, aunque no todas se unieron al organismo internacional. Los núcleos más importantes se localizaron en Barcelona, Madrid, Levante y Andalucía.

Mientras tanto, el proceso de concentración industrial en España continuaba y se acentuaba. Hacia 1860 existían 3.600 fábricas que empleaban a 116.000 obreros. Según datos de la Junta de Fábricas y del Anuario Estadístico de la ciudad de Barcelona (1905), los salarios eran de 2,87 pesetas para impresores de tejidos; 3,08 para los hiladores; 2,25 para los tejedores en talleres mecánicos y 2,44 para los tejedores en seda. (Núñez de Arenas y Tuñón de Lara, 1979, p. 32)

En 1871 llegó a Madrid el yerno de Marx, Paul Lafargue, con el objetivo de impulsar en la capital española un grupo de internacionalistas favorables a las posiciones marxistas. Este grupo inicial, formado por Francisco Mora, José Mesa y Pablo Iglesias, comenzó una campaña de concientización sobre la necesidad de la conquista del poder político por la case obrera, a través del periódico La Emancipación, del que nos ocuparemos más adelante, cuando ahondemos en las diferencias entre las distintas corrientes anarquistas, socialistas, comunistas y sindicalistas.

De todos modos, podemos anticipar en esta instancia que “las discrepancias entre las dos corrientes internacionalistas finalizaron en 1872 con la expulsión del grupo madrileño de la FRE y con la fundación de la Nueva Federación Madrileña, organización de carácter netamente marxista. El núcleo socialista escindido fue minoritario ya que la mayoría de las organizaciones integradas en la AIT mantuvieron su orientación anarquista.” (Miguel González, 2009)

Los internacionalistas alcanzarían un momento de fervor durante la Primera República, impulsando movimientos insurreccionales de carácter anarquista cuyo objetivo era la revolución social y el derrocamiento del Estado burgués. Estos levantamientos fracasarían, provocando el declive de la Federación, cuyo golpe de gracia se dio en 1874, cuando tras la Restauración monárquica fue declarada ilegal y debió pasar a operar en la clandestinidad.

“La liquidación de la República, por el golpe de Estado del general Pavia, tuvo como consecuencia la inmediata orden la disolución de las organizaciones españolas de la Primera Internacional, el 10 de enero de 1874. La orden se llevó a cabo con gran efectividad. Los métodos represivos fueron: cierre de locales, confiscación de documentos, cierre de periódicos obreros, prisión de dirigentes, deportación de militantes”. (Laso Prieto, 2006, p. 6)

Los deportados fueron enviados a las islas Filipinas, las islas Marianas, las islas Canarias y a los presidios de África. También hubo una activa propaganda intelectual contra la Primera Internacional. De 1870 a 1876, aparecieron cerca de 30 folletos atacándola. En 1872 se fundó la revista La Defensa de la Sociedad, cuyo subtitulo era Revista de intereses permanentes y fundamentales contra las doctrinas y tendencias de la internacional.

En 1879 se celebró en Barcelona un Congreso Obrero que culminó con la creación de la Federación Española de la Asociación Internacional de Trabajadores, que mantuvo una línea anarquista frente a la federación madrileña, que defendía una línea marxista. La asociación de Madrid sería expulsada en 1872. Este sería el germen de la Nueva Federación Madrileña, que daría paso a su vez al nacimiento del Partido Socialista Obrero Español.

“El desarrollo que tuvo entre 1870 y 1874 la Federación de la Región Española, así como entre 1880 y 1888 la Federación de Trabajadores de la Región Española, es buena muestra del avance del movimiento obrero.” (Vadillo, 2010, p. 12)

Gran parte del crédito del avance de la organización obrera se debe a los socialistas que, a través de periódicos y entidades de tipo cultural, denunciaban la explotación capitalista y difundían los ideales del socialismo utópico.

En 1847 había sido fundada en Madrid la institución cultural obrera Velada de Artistas, Artesanos, Jornaleros y Labradores (luego, Fomento de las Artes). De aquí saldrían los primeros grupos madrileños de la Internacional.

En 1861 un grupo de trabajadores republicanos fundan en Barcelona el Ateneo Catalán de la Clase Obrera que, después de la Revolución de 1868, pasará a ser dirigido por seguidores de la Primera Internacional. En esa ciudad, los clubes políticos de carácter progresista y demócrata comienzan a atraer a los obreros madrileños.

Las divisiones internas entre anarquistas y marxistas dificultarán, de todos modos, el progreso de la organización obrera española. Al mismo tiempo, la burguesía y la nobleza, que veían a la Federación Regional Española como una amenaza seria, comenzaron a tomar medidas cada vez más duras para frenar el avance de la organización obrera.

“Durante la Primera República Española, con su política permisiva hacia el movimiento Obrero, la Federación Regional Española va a conocer un período de esplendor, que sin embargo se verá cercenado con la llegada de la Dictadura de Serrano (1874) que prohibirá la Federación Regional Española que acabará disolviéndose.” (CATEDU, s/f, p. 11)

Los anarquistas también se organizaban. En diciembre de 1872 se llevó a cabo un Congreso Nacional en Córdoba al que, representados o adheridos, acudieron 331 Secciones y 25.601 afiliados.

Los marxistas, por su parte, organizarían su propio Congreso Nacional en Toledo un año después, pero en este encuentro sólo estuvieron representadas cinco de las doce Federaciones locales.

Con la Restauración se ilegalizaron las asociaciones obreras pero esto cambiaría con la subida al poder de los liberales en 1881. Para entonces, los movimientos socialistas, marxistas y anarquistas proliferaban en Barcelona, Madrid, Asturias, Vizcaya y, con rasgos agraristas, en Andalucía.

Pero eran tres las regiones donde con más fuerza se percibe el paso de las antiguas formas de dominación del viejo régimen a un esquema de lucha de clases en el marco de una economía capitalista.

En Cataluña, el País Vasco y, en menor medida, Asturias se estaban configurando “unas relaciones de producción más modernas que se diferenciaban netamente de las del resto de España.” (Núñez de Arenas y Tuñón de Lara, 1979, p. 38)

Una de las primeras medidas tras el golpe de Estado del general Manuel Pavía sería la disolución de las organizaciones españolas de la Primera Internacional, el 10 de enero de 1874. Se cerraron locales, se confiscó documentación, se cerraron periódicos obreros, se encarcelaron a los dirigentes y se deportaron a los militantes:

“Durante los Gobiernos de O'Donnel, Narváez y González Bravo (de 1856 a 1868) se agudizó la reacción contrarrevolucionaria. El 31 de abril de 1857 se prohibieron todas las asociaciones obreras, incluso los montepíos. Pero el asociacionismo obrero continuó su marcha en la clandestinidad. En esta época nació un sindicalismo fuerte, constituido de abajo a arriba, de las asociaciones de oficio a las uniones locales y de ésta a la federación regional de clases. En 1858 una huelga de la fábrica España Industrial fue reprimida duramente. No obstante, a partir de 1860, el movimiento asociacionista volvió a adquirir vuelo y en 1861 el gobierno dictó nuevamente disposiciones represivas.” (Laso Prieto, 2006, p. 6)

Los anarquistas, nucleados desde 1881 en la Federación de Trabajadores de la Región Española, se debatían entre anarco-colectivistas y anarco-comunistas. Los primeros defendían la acción sindical, partidarios de las tesis de Bakunin, mientras que los segundos confiaban en la acción directa, según postulaban Kropotkin y Malatesta. Esta segunda corriente iba tomando fuerza y pese al poderoso efecto de sus ataques, significó también un recrudecimiento de la represión estatal:

“La violencia y el terrorismo anarquista protagonizaron la década de los ochenta y, sobre todo, de los noventa, básicamente en Andalucía y Cataluña. Cádiz vivió en los años ochenta una oleada de atentados contra las propiedades y las cosechas de las que se culpó a una supuesta organización terrorista, Mano Negra. Nunca se pudo relacionar con la FTRE, pero fue la excusa para reprimir y desarticular el movimiento libertario en Andalucía.” (Historiaweb, s/f, p. 5)

Entre 1893 y 1897, Barcelona sufriría una serie de atentados anarquistas entre los cuales cabe destacar el que se realizó contra el general Martínez Campos y el estallido de dos bombas en el Liceo. La represión catalana se llevó por delante no sólo a los anarquistas sino también a sindicalistas y organizaciones culturales y educativas.

En 1890 se celebra en España el sufragio universal, en un contexto político incierto, frágil y conflictivo. La violencia era la moneda corriente. En ese año se lleva a cabo el II congreso del Partido Socialista Obrero Español, “en el que definen su posicionamiento político como un partido republicano de corte socialista y obrera, consiguiendo en 1905 tres concejales en el ayuntamiento de Madrid: Pablo Iglesias, Francisco Largo Caballero, y Pablo Ormaecha. Pero no fue hasta 1910 cuando, mediante una alianza con los partidos republicanos que se denominó conjunción republicano-socialista, el PSOE consiguió por primera vez representación en las cortes, en la figura de Pablo Iglesias, que fue reelegido en 1914”. (Juliá, 2011)

La radicalización de los anarquistas y la feroz represión estatal “tendrá su culminación en la huelga general de 1902, en la que es el ejército el encargado de restablecer el orden social, con lo que rompe la tendencia de la primera etapa de la Restauración, donde el ejército permaneció totalmente apartado de la vida política.” (CATEDU, s/f, p. 8)

A partir de este momento, el ejército recuperará su rol protagónico en la vida política española y se involucrará cada vez más en las problemáticas sociales, proceso que desencadenará el golpe de Estado de 1936.

Nos detendremos a continuación en las principales corrientes ideológicas que estuvieron íntimamente ligadas al desarrollo del movimiento de España, con el objeto de lograr un abordaje más  ilustrativo sobre la vida intelectual de la clase trabajadora española, es decir: el socialismo utópico y el socialismo científico, las ideas anarquistas y el sindicalismo.


PARTE II

LAS IDEOLOGÍAS OBRERAS


Socialistas, anarquistas y sindicalistas

El siglo XX, dice Faye (1998), es el siglo de las ideologías. Desde Rusia hasta México y desde España a China, la irrupción de las clases populares en la vida política de las naciones reconfiguró para siempre las formas de pensar el mundo, la sociedad y el Hombre.

La Guerra Civil Española es, a todas luces, uno de los episodios más dramáticos del siglo XX, cuando todos los sectores sociales e intereses nacionales y extranjeros se alinearon detrás de banderas, ideas y principios que abrían de defender con las armas, vecino contra vecino, mientras el mundo jugaba sus fichas a uno u otro bando.

Estaban en juego los viejos privilegios tradicionales de los dueños de la tierra, los intereses de la Iglesia y los de las fuerzas armadas, la lucha libertaria contra el Estado y la opresión, la instauración de una sociedad socialista, la lucha armada como herramienta válida para la liberación del Hombre, el constitucionalismo, el feminismo, la lucha por la organización institucional del movimiento obrero y la discusión sobre el rol del Estado y el Poder.

A continuación, tomaremos las que, a nuestro juicio, constituyen las  corrientes esenciales del pensamiento obrero español en los siglos XIX y XX: anarquismo, socialismo, comunismo y sindicalismo.

Proponemos, en primer lugar, un brevísimo repaso sobre las ideas principales de estas tendencias ideológicas para luego, en el último tercio de este trabajo, ahondar en cómo estas corrientes de pensamiento se articularon en la práctica con las luchas obreras españolas.


Ni amo ni patrón

Uno de los rasgos característicos del movimiento obrero español (y quizás el más llamativo) es el predominio del anarquismo, al menos hacia finales del siglo XIX. La huelga general, herramienta de lucha esgrimida por los libertarios, era impulsada por los anarquistas españoles como un método revolucionario que, junto con la acción directa, buscaba hacer tambalear las estructuras de la dominación y la explotación social.

“En todo el mundo mediterráneo resultó mucho más habitual el predominio anarquista que el socialista en los años que precedieron a la Primera Guerra Mundial. La peculiaridad española consistiría, no tanto en la existencia de este predominio como en lo muy duradero que fue. En otras latitudes existió un anarcosindicalismo que derivó pronto hacia el puro y simple sindicalismo, mientras que en España el ideal revolucionario duró mucho más tiempo.” (García Queipo de Llano, s/f)

Ahora bien, el anarquismo es una filosofía política que busca la abolición del Estado (instrumento burgués de dominación social) y la construcción de una sociedad sin jerarquías, donde primen sobre todas las demás cosas las libertades individuales del Hombre, donde no exista, como postulaba Proudhon en 1840, “ni amo ni soberano”. (Woodcock, 2004)

Entre las propuestas anarquistas podemos citar: el rechazo radical de cualquier poder, la eliminación del Estado, la afirmación del igualitarismo, la supresión del dinero, el rechazo a la institución familiar, la defensa de la revolución violenta y del recurso de las huelgas, la renuncia de todo tipo de actividad y participación política, el rechazo a la religión y a la Iglesia, la confianza en la educación popular y el apoyo al naturismo, vegetarianismo, nudismo y ecologismo.

Pero el anarquismo es una filosofía compleja donde confluyen o se enfrentan diversas corrientes de pensamiento y de acción: individualistas, mutualistas, comunistas, socialistas, anarcosindicalistas, colectivistas, primitivistas y ecologistas, entre otros.

Según el filósofo anarquista francés Sébastien Fraure, “cualquiera que niegue la autoridad y luche contra ella es un anarquista.” (Coleman y Miller, 1991) Es que la anarquía es un concepto antiguo. Si bien el desarrollo del anarquismo como movimiento e ideología se da en el siglo XIX, la idea de una organización social basada en la libertad individual y opuesta a cualquier tipo de gobierno vertical es rastreable a lo largo de la Historia humana.

Hay quienes ven en el filósofo chino Lao Tsé al primer gran pensador anarquista, pero también en la Antigua Grecia encontramos resistencias a la concepción estatista (de Platón), como la idea de la comunidad libre de gobierno planteada por Zenón de Citio. (Cappelletti, 2007)

En 1516, Tomás Moro publica Utopía, quizás la primera obra literaria que presenta una sociedad igualitaria ideal.

Varios siglos después, encontramos la presentación de una sociedad igualitaria en la obra de Tomás Moro: Utopía (1516). So tiempos de reformas en Europa y la idea de una sociedad ideal donde no existe la opresión del Hombre por el Hombre atrae incluso a los religiosos, como a Thomas Müntzer, líder revolucionario durante la llamada Guerra de los Campesinos Alemanes. Otra obra precursora es el Discurso sobre la Servidumbre Voluntaria, escrito por Étienne de la Boétie en 1553, en el que el joven francés se pregunta sobre la sumisión colectiva y voluntaria al poder, tras presenciar un fusilamiento de obreros a manos de un puñado de soldados.

La obra de Jean-Jacques Rousseau daría un gran impulso a las ideas anarquistas, especialmente a través de su teoría sobre la naturaleza bondadosa del Hombre y sobre la organización cooperativista y desinteresada de las sociedades primitivas. (Joll, 1968, p. 24)

Se suele decir que el anarquismo nace oficialmente, en tanto filosofía política, con Una investigación de la justicia política (1793) de William Godwin. La obra de Godwin sería retomada por Proudhon, Bakunin, Kroptkin y Malatesta, entre otros.

Pero no sólo en Inglaterra, las ideas libertarias se expandían hacia el siglo XVIII. En 1796, durante la Revolución Francesa, Sylvain Maréchal publicó su Manifiesto de los iguales en el que reivindicaba “el disfrute comunal de los frutos de la tierra” frente a la “repugnante distinción entre ricos y pobres, de los grandes y pequeños, de los amos y mozos, de los gobernadores y los gobernados.” (Graham, 2005)

La Revolución Francesa dio a los anarquistas la oportunidad para comprobar que el cambio social era posible de la mano de la acción violenta. La violencia estará en el seno de los debates anarquistas de aquí en más.

Charles Fourier, considerado como uno de los antecedentes del pensamiento libertario, proponía la organización política basada en comunidades enlazadas entre sí de forma vertical y descentralizada.

Pierre-Joseph Proudhon, en su obra ¿Qué es la propiedad? O Investigaciones sobre el principio del derecho y del gobierno (1840), llegó a postular que “la propiedad es un robo.” (Nettlau, 1935) A mediados del siglo XIX, el pensamiento dialéctico hegeliano aportó un nuevo peso teórico a los libertarios.

En Inglaterra, la Revolución Industrial había generado la proliferación de un movimiento de carácter espontáneo conocido como ludismo, que no era otra cosa que la destrucción de las nuevas maquinarias que estaban acabando con el trabajo artesanal. Estos actos de sabotaje pronto se extendieron hacia toda Europa configurándose como una de las tácticas obreras en defensa de sus puestos de trabajo.

Pero no sólo en Europa se levantaban las banderas libertarias. En Estados Unidos, Wilhelm Weitling postulaba: “la sociedad perfecta no requiere gobierno, sino una sencilla administración; carece de leyes y, en su lugar, existen obligaciones; no tiene sanciones, sino sólo medios de corrección.” (Joll, 1968, p. 48)

El anarcoindividualismo estadounidense tuvo como sus grandes representates a Henry David Thoreau (Civil Disobedience, 1866) y Lusander Spooner (No Treason: The Constitution of No Authority, 1870)

Hacia la conformación de la I Internacional, Mijaíl Bakunin era quizás el más influyente de los pensadores anarquistas y las diferencias entre éste y Karl Marx terminaron con la expulsión de los libertarios. La destrucción del Estado que planteaba Bakunin estaba en enfrentamiento irreconciliable con la marxista dictadura del proletariado que, de acuerdo con el primero, “estaba abocada a convertirse en la dictadura sobre el proletariado”. (Cappelletti, 2007, p. 48)
En 1871, tras la derrota francesa en la Guerra Franco-Prusiana, tuvo lugar una experiencia de gobierno popular conocido como la Comuna de París, que fue reivindicado tanto por marxistas como por colectivistas.

Ahora bien, en España coexistieron dos tendencias: el anarcosindicalismo y el anarcocomunismo:

“El sector anarcosindicalista propugnaba una actuación obrera colectiva, propagandística y reivindicativa, dentro de la legalidad, centrada en la lucha por la obtención de mejoras parciales. Los anarcocomunistas mostraban preferencia por el terrorismo individual, la lucha clandestina y el uso de la violencia con el objetivo de impulsar una revolución inmediata. Esta tesis fue defendida por el ruso Piotr Alexeievich Kropotkin, el italiano Enrique Malatesta y el mismo Bakunin, que consideraba la revolución como una sangrienta batalla de aniquilamiento indispensable para eliminar las desigualdades, publicando en 1886 un manual titulado Catecismo revolucionario, donde proclamaba como virtudes del activista revolucionario el odio, la crueldad, el cinismo.” (Hircocervia, 2008)


Movimiento obrero asturiano e Iglesia Católica (II)
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A finales del siglo XVIII, el número de trabajadores que se dedicaban en España a faenas agrícolas e industriales no pasaba de 2 millones y eran Read More

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